Helena, por Antonella Requena

Eran las nueve y media, estaba yo muy cómodo tomando una taza de café negro, preparado para la siguiente siesta de la mañana, cuando recibí una llamada de la oficina central. No atendí al primer repique, casi siempre son esos oficiales de patrulla que llaman para molestar, como si uno no tuviera nada más que hacer. A la quinta llamada no me quedó más remedio que levantarme y contestar.

–¿Aló? Sí, buenos días.

–Buenos días, ¿Oficial Torres? –habló una voz carrasposa que no me resultaba familiar.

–Sí, el mismo. ¿Quién habla?

–Es el Oficial Rojas –me dijo esta vez reduciendo la voz a un tono apenas audible–. Le llamo desde la estación central.

–Sí, eso vi. Pero, ¿quién es usted? Primera vez que escucho su nombre.

–Soy nuevo aquí, me transfirieron desde el interior. Usted mismo firmó la carta.

–Está bien, ¿qué se le ofrece?

–Estuve observando durante las últimas dos semanas a una muchachita que se pasea en la Plaza Sucre pidiendo colaboración.

–¿Y qué pasó con ella?

–Ella dice recoger dinero para una fundación, pero yo presumo que está mintiendo.

–Mire, yo sé que usted es otro de los oficiales que llaman para fastidiar. No tenemos tiempo para perder en boberías. Hasta pronto –colgué la llamada y me eché en el sillón.

Pasadas dos horas me despierto por el timbre del teléfono, era de la oficina central, otra vez. Como estaba aún dormido, no pude distinguir bien de quién era la voz.

–Oficial Torres, ¿quién habla?

–Lo que le comenté hace rato es bastante serio. No confío en nadie más que usted para este caso, necesito de su ayuda –me susurró con su voz carrasposa.

–Ah, es usted. Bueno mire, está bien, pásese por mi oficina más tarde.

–Gracias, allí lo veré –dijo más sereno.

Luego del almuerzo me encontré con el fulano Oficinal Rojas, nos sentamos y le ofrecí un cafecito negro. Me dijo que no tomaba café, pero me preguntó si tenía jarabe para la tos. “¿jarabe para la tos? Este tipo si es raro”, pensé. Le pregunté si estaba enfermo y me dijo que no; estaba muy empeñado en hablar de la niñita. Me contó que un día estaba dándose una vuelta por la plaza cuando la vio pidiendo dinero, entonces, decidió sentarse durante un rato para detallarla. Incluso, en un momento dado, ella se le acercó y le pidió colaboración, alegando que dicho dinero iba destinado al tratamiento de niños con cáncer. El oficial se quedó el resto de la tarde hasta que la niña se fue.

–¿Qué tiene de malo una niña que pide limosna? –le dije.

–Oficial, esta no es cualquier niña, es la hija de Barracón.

–¿La hija de Barracón? Debe estar equivocado, ¿qué hace una joven tan adinerada interesada en los niños con cáncer?

–Ese es el detalle.

–Bueno, ¿y le pidió el permiso de la alcaldía para verificar que es parte de la fundación?

Los ojos se le pusieron como platos. –No.

–¿Y entonces? ¿A qué juega usted, Oficial?

Se quedó callado. Me estaba sacando ya de quicio. Le di unos segundos más para ver si decía algo y el silencio se prolongó, al punto de incomodarme. Había jugado ya bastante con mi tiempo, así que le dije que se fuera, y que, si quería, regresara en la semana, pero solamente cuando tuviera pruebas suficientes.  Al día siguiente volvió con una carpeta y un frasquito. Se sentó y le dio un sorbo, y me dijo que había ido a ver a la joven luego de salir de mi oficina. Esta vez no hablaba con sigilo, y fue directo al grano. Me dio datos básicos de ella, como que se llama Helena, que es rubia, y debe estar pisando los veintitantos años. También que tiene un tic nervioso en el ojo cuando le habla a la gente, que tiene las manos pequeñas y que todos los días lleva jeans. Cuando hablaba de ella la voz le cambiaba, como si el jarabe que se acababa de beber le estuviera haciendo efecto. Le pregunté que qué tenían que ver los jeans con todo esto, se quedó mirándome y  frunció el ceño; miró al suelo y continuó hablando. Pasó casi quince minutos describiéndome a Helena, de pies a cabeza. Lo detuve en seco y le dije que dónde estaban las pruebas. Abrió la carpeta y me mostró una foto de la joven, que se veía bastante esbelta, justo como él la describió. Yo estuve detallando la imagen pero no comprendía lo que él me decía.

–A ver Rojas, ya deje el rodeo. Dígame qué es lo que supone usted que hace esta joven.

–¿Le parece bonita la muchacha?

–Pues, si, es bastante guapa.

–¿Cómo cree usted que una niña puede ser tan bonita? Le roba a los niños con cáncer.

–No sea ridículo, por favor, su papá ya bastante plata tiene.

Rojas seguía empeñado, me dijo que debía ir a verla yo mismo, pero eso sí, que no me dejara engañar por su sonrisa rosa y la melena de oro. Yo acepté, por un momento no me pareció mala idea, así que al día siguiente le esperé desde temprano en el estacionamiento del cuadrante policial para ir juntos a la plaza. Estuve esperándolo alrededor de una hora, y cuando llegó, me dijo que ya no era necesario ir a verla porque había traído las pruebas. Me mostró unos papeles que señalaban que tal fundación no existe. Fuimos a la alcaldía, y no habían escuchado de tal fundación jamás; mucho menos le habían dado un permiso a una joven llamada Helena Barracón, ni siquiera aparecía en el sistema.

La cuestión ya se estaba tornando más seria, así que le volví a preguntar a Rojas si estaba seguro de que la joven era la hija de Barracón. Me juró por su propio nombre que lo era. Le di órdenes a Rojas de ir al registro y buscarla, y me trajo un expediente. Aparentemente tenía un largo historial por multas de tránsito. Rojas quería más, afirmaba estar seguro de que había algo que confirmaría sus sospechas, así que pidió un permiso para revisar el registro judicial. Estuvo dos semanas seguidas investigando; en ese tiempo, no dormía ni comía, a veces ni siquiera parpadeaba, se quedaba embelesado viendo la pantalla del ordenador como si estuviese descifrando el Código Enigma y tomaba notas; eso era por las noches, y a la mañana se iba otra vez temprano a la plaza.

Al cabo de las dos semanas, Rojas recopiló las pruebas suficientes, me las entregó y las llevamos con un juez. El señor Barracón ofreció una cantidad exorbitante de dinero a la policía para que el juicio de su hija no se llevara a cabo, porque ni los diez abogados que tenía, fueron suficientes para cerrar el caso. Luego de varias semanas de litigio, el juicio se celebró y la niña resultó culpable. Se le condenó con tres meses de cárcel, y a su padre con seis por otras declaraciones que aparecieron en el camino.

Esa misma tarde entré en su oficina para buscar unas carpetas y abrí un cajón. Lo que vi a continuación me dejó atónito: una cantidad ridícula de frascos de jarabe vacíos. Debajo de ellos había unos papeles, parecían expedientes. Escuché un ruido que venía de la puerta y aglutiné los frascos como pude. Rojas entró y me miró de una manera extraña, como si fuera un desconocido que estaba hurgando entre sus cosas. Revisó el cajón y tomó uno de los frascos.

–¿Te tomaste mi último jarabe? –me dijo con los ojos aguados.

–No.

Aproveché una oportunidad en que se volteó y veo los papeles con más detalle: se parecían mucho a los expedientes que habíamos encontrado de Helena Barracón, con la diferencia de que estos eran de un tal Víctor Rojas.

 

Antonella Requena
Ganadora del 2do Lugar del Concurso Epifanías (2017)