El tocadiscos, por Alejandro Castro

Se trataba de una de esas antiguas casas, con amplias estancias forradas con estanterías hasta el techo, atestadas de libros y reliquias familiares. Era casi imposible encontrar en la gran mansión una pared que no tuviera aunque sea un retrato o una foto indistinguible en tonos sepia. Absolutamente todos los antepasados de Eleonor estaban allí, en las paredes de esa casa, juzgándola, impávidos ante el paso del tiempo, inmortalizados en papel de fotografía y lienzos de la mejor calidad. Ella, siendo la última de tan remarcable linaje, esa noche ocupada la habitación principal de aquella fortaleza familiar. Su tío, el último de su generación, había muerto tan solo hace una semana, dejándole absolutamente toda su herencia. Realmente no planeaba quedarse allí mucho tiempo. El que antes había sido un hogar lleno de vida ya no era más que una casona decrepita, que albergaba más miseria que glorias pasadas. Las ratas habían hecho de aquella su hogar, y las aves de rapiña vigilaban su territorio desde lo alto de los tejados. Sin embargo, debía quedarse al menos unos días a resolver todo el papeleo. Su tío no era un hombre muy ordenado, y la muerte, egoísta y caprichosa, no suele anunciarse antes de llegar, evitando toda posible planificación. Este fue uno de esos casos. Se encargaría de todo eso al día siguiente. El viaje había sido terriblemente agotador y necesitaba descansar.

La habitación principal estaba constituida por tres grandes estancias. El dormitorio, el estudio y la biblioteca que los unía. El dormitorio era grande y espacioso, excéntricamente decorado en colores tintos y dorados, con una amplia variedad de muebles de la más fina madera. El estudio era un poco más pequeño, con un gran escritorio de cara al ventanal y algunas estanterías. Sobresalía el antiquísimo tocadiscos de manivela, ubicado justo frente al portal que unía al estudio con la biblioteca. La biblioteca era un corredor rebosante de libros que servía de nexo entre el dormitorio y el estudio. Contaba en ambos extremos con delicadas puertas de madera y cristal opaco que delimitaban los espacios del dormitorio. A Eleonor, fanática de la música, realmente le llamo la atención aquel tocadiscos. Contrario a los actuales reproductores de música, insípidos y monótonos, este era un magistral aparato con presencia propia. Una auténtica pieza de historia. Quizá resumiría su herencia a conservar el hermoso tocadiscos de madera labrada y enchapado dorado. No pudo resistir la curiosidad y decidió probar si funcionaba. Ya había un vinilo sobre el plato del aparato. “Piaf” era lo único que aún se leía de la inscripción del disco. Colocó la aguja y giro la manivela que, oxidada, emitió un chirrido terrible al intentar accionar el mecanismo. Un poco desilusionada, decidió que ya era tiempo de irse a dormir.

Eleonor se preparó ritualmente su té para descansar. Sufría de insomnios y solo así lograba conciliar el sueño. Se aseguro de que las puertas y ventanas de la casona estuviesen cerradas. Acostumbrada a vivir en su pequeño apartamento en Manhattan, la idea de una casa tan grande le perturbaba ligeramente, y las miradas frías de los retratos no hacían más que ponerla nerviosa. Con su taza humeante, terminó su recorrido de seguridad por los pasillos y se refugió en la habitación, cerrando con llave la puerta tras de sí. Se deshizo de sus apretados jeans con cansada parsimonia y cambió su estrecha blusa por un holgado camisón. Guardó su poco equipaje en el inmenso armario y se cepilló los dientes en el no menos excéntrico baño del dormitorio. Ya lista para irse a la cama, cerró las puertecillas del estudio y de la biblioteca y apagó las luces de la habitación, metiéndose a la cama. En la absoluta oscuridad era el único momento donde las miradas ya no la acosaban. El sueño no tardó en llegar a ella.

Despertó exaltada al escuchar aquel chirrido. Una melodía conocida empezó a emerger en crescendo desde el estudio, a través de la biblioteca. La reconoció al instante. Era Non, Je Ne Regrette Rein de Edith Piaf. Pero, ¿cómo? El tocadiscos hace tan solo algunas horas no había funcionado, y ahora alguien o algo lo habían hecho funcionar. Una tenue e intermitente luz ilumino la habitación repentinamente desde el estudio, atravesando los opacos vidrios de las puertecillas. Escucho el encender de una cerilla y un intenso olor a tabaco que inundó la estancia. El pequeño reloj analógico en la cómoda junto a su cama marcaba las 3:43am. Se sentó en su cama, tratando de entender. El fuerte olor a tabaco la había mareado. Quizá contra el sentido común, Eleonor decidió investigar.

Se levantó de la cama, calzó sus pantuflas y se dirigió hacia la biblioteca. Iluminada únicamente por aquella leve e intermitente luz, abrió las puertas del corredor. Una desagradable ráfaga de olor a tabaco, ahora mezclado con azufre, le causó la peor de las nauseas. Perdiendo el foco, se adentró en la biblioteca. Aquel pasillo se le hacía ahora a Eleonor muchísimo más largo, avistando al final las puertas del estudio iluminadas como las puertas de un horno encendido. La melodía incesante de la canción se apoderaba de su cabeza. Sentía las notas rebotar en su cráneo mientras caminaba, mareada, hacia el estudio. Los retratos en la pared parecían hablar entre sí. La miraban, se miraban. Ellos sabían. Trató de detenerse pero no pudo. Idiotizada, Eleonor no podía dejar de caminar. Se tambaleaba entre las estanterías, tumbando libros a su paso. Su respiración se agitaba conforme la música alcanzaba su punto cumbre. La oía con terrible fuerza. Con sus ojos casi en blanco, sus oídos empezaron a sangrar. El volumen era insoportable. La melodía se repetía incesantemente en un crescendo infinito.

Lo único que se distinguía tras el portal era la borrosa silueta del tocadiscos. Empezó a sudar terriblemente. Sus rodillas temblaban mientras caminaba y el olor ya no era a tabaco y azufre si no a carne podrida y ceniza. Las puertas comenzaron a agitarse, como si algo tratase de escapar. Sentía como todo a su alrededor se derretía: los rostros de sus ancestros, las estanterías, ella. Siguió caminando en trance, persiguiendo la música. Las campanas del reloj del recibidor dando la hora resonaron en su cabeza como cañonazos lejanos opacados por la melodía. La canción se acercaba a su magistral final. Las puertas se agitaban más y más. Un último crescendo. Empujó las puertas del estudio y cayó al suelo. La luz dio paso a la oscuridad, la música al silencio, y la vida a la muerte.

 

Alejandro Castro
Ganador del 1er Lugar del Concurso Epifanías (2017)