Al otro lado de la calle, por Víctor Valderrama

-¿Estoy muerta?

-Por supuesto que no, no digas tonterías -La mujer parecía hallar aquella pregunta de lo más simpática, de lo más divertida, y sonreía con una mueca que incomodaba a la chica–. No estás muerta, al menos no todavía.

Para la niña era un poco difícil distinguir el rostro de la mujer con tan poca iluminación en aquella calle de desconocida localidad, apenas contaba con un defectuoso poste de luz parpadeante que la ayudara a distinguir rasgos faciales entre tanta oscuridad. Además de su fea sonrisa, la mujer no dejaba entrever ningún otro aspecto característico más que la generosa papada que se extendía por su cuello entero. La mujer era gorda, no sólo con un poco de sobrepeso sino grotescamente gorda, digna de un cuadro de Botero.

-¿Entonces estoy viva? -La niña no quería dirigirle a la mujer más palabras de las estrictamente necesarias. Había algo en esa mujer que hacía a la joven querer alejarse, aquella sonrisa deforme la incomodaba.

-Eso depende de ti, querida -dijo la mujer con áspera voz, soltando una risita que luego terminó resultando en una tos.

La chica ni siquiera sabía qué hora era, sólo que ya estaba muy entrada la noche, aunque por el reinante silencio en la calle y la acera, la chica supuso que ya eran pasadas las doce. Ver a la sombra que caminaba al otro lado de la calle tampoco ayudaba mucho. No parecía ir a ningún lado ni se notaba en su aspecto ningún detalle, manteniéndose bien alejada de la débil luz que parpadeaba a intervalos regulares y arropaba a la chica y la mujer. Andaba con parsimoniosa lentitud, y a veces volteaba la mirada muy fugazmente hacia donde estaban ellas dos. La joven no podía distinguir si era hombre, mujer, o de género indiferente, un muñeco, tal vez, una silueta o un robot. De hecho, no podía distinguir en la sombra ningún rasgo. Sin embargo, la chica se daba cuenta cuando ésta la miraba. No notaba realmente una diferencia a nivel visual, su paso no disminuía, pero cuando esa sombra la veía, la chica se percataba.

-Es que usted no entiende –la joven se estaba empezando a sentir más asustada que incómoda, nada de esto debía estar pasando-. No sé donde estoy ni cómo llegué aquí. De seguro mi padre se debe estar preocupando.

Al oír esto, la mujer se limitó a soltar otra risita boba que a su vez volvió a acabar como una tos.

-Ay, querida –dijo, empezando a acercar el dorso de su mano al rostro de la niña para acariciarla, a lo que ésta se apartó bruscamente, sin dejarse tocar. Esto no fue tomado de buena manera por la mujer, quien sin embargo continuó hablando, intentando aquel gesto ignorar-, claro que sabes.

Tras esto, la mujer sonrió de nuevo a la chica con aquella mueca y sacó dos cigarrillos y un encendedor. Le entregó un cigarrillo y el encendedor a la niña pequeña, mientras le aconsejaba fumar para sentirse mejor.

-Ten, esto te vendrá bien -dijo la mujer con una sonrisa, mientras colocaba un encendedor y un cigarrillo en las manos de la niña.

-No, gracias, no fumo -la chica se apresuró a entregarle el cigarrillo a la mujer, y cuando se disponía a devolver el encendedor, ésta la detuvo.

-Bien, como quieras. Al menos haz el favor de encenderme éste -dijo la mujer con el cigarrillo entre los labios, inclinándose para que la chica lo encendiera.

-Eh, de acuerdo -dijo la chica, quien encendió el cigarrillo.

-Gracias, querida -respondió la mujer gorda, complacida-, nunca me pierdo mi cigarrillo de la madrugada. Ahora que lo pienso, debes estar algo aturdida. Es un poco tarde para que andes sola por ahí como si nada. Deberías irte a casa.

La chica quería ir a casa, esto era evidente para ella, la mujer y la sombra que rondaba la otra acera, alejada de la luz. No era ése el problema. Lo único visible en toda esa calle eran la chica y la mujer, envueltas por la tenue luz del poste, que parpadeaba, débil, amenazando con desaparecer y dejarlas a las dos sumidas en la oscuridad. Más allá era imposible distinguir lo que había. El problema era que la chica tenía miedo de salir de aquel cono de luz, además de que no tenía idea a dónde debería ir. Aun cuando era consciente de que esa sombra podía verla a la perfección y no ella a la sombra, la chica prefería esto a alejarse de la luz, a acercársele. ¿Quién era? ¿Qué quería? Se sentía cada vez más asustada –observada-, y quería llorar. Empezó a ver en todas las direcciones, intentando distinguir algo que la ayudara a ubicar-

-¿Tienes miedo? –dijo una voz detrás de la niña. La chica se sobresaltó al oír a la mujer hablarle de nuevo, esta vez a sus espaldas. Casi había olvidado que estaba allí. Era obvio que la chica tenía miedo, y la mujer lo sabía muy bien. La chica respondió a la pregunta con otra.

-¿Dónde estamos?

-Yo estoy justo aquí, querida –dijo la mujer gorda, dando una calada a su cigarrillo y exhalando una nube de humo-, tú estás aquí y allá.

-¿Estoy dormida?

La mujer sonrió de nuevo con un toque de malicia. Se mantuvo en silencio, fumando su cigarrillo y viendo a la chica, divertida.

-¿Dónde estoy? –dijo la chica.

-Eso que me preguntas ya te lo había respondido.

– Pero, ¿cómo puedo estar en dos sitios a la vez? Eso que usted me dice no tiene sentido –la chica sentía como si hablara con aquel gato de Alicia en el País de las Maravillas que respondía a medias y en acertijos, y por un momento sintió comprender perfectamente la frustración de Alicia- ¿estoy aquí y allá al mismo tiempo, acaso?

-Tienes razón en eso, cielito. Estás empezando a entender –dijo la mujer, volviendo a sonreír. La chica no estaba empezando a entender nada, pero a la mujer esto no pareció importarle. Exhaló una nube de humo y siguió hablando.

– En realidad estás más aquí que allá, aunque más te vale estar más allá que aquí -la mujer tenía aspecto de estarse divirtiendo como nunca, confundiendo a la chica asustada y perdida-. Bien, ya me hiciste bastantes preguntas, es hora de que te vayas.

-¿A dónde?

-Pues a casa, corazón, naturalmente. Estas no son horas para andar por ahí -dijo esto soltando una risita con cierta coquetería, seguramente hallando esa conversación de lo más graciosa. Tras una pausa para dar otra calada a su cigarrillo, continuó hablando, esta vez en un tono más serio-. Oh, y apresúrate. No querrás que eso llegue allá antes que tú.

Acto seguido, la mujer señaló con su cigarrillo en dirección a la acera opuesta, a la que la chica daba la espalda. Ésta se dio la vuelta, y entonces lo vio.

La chica intentó ahogar un grito, pero no pudo, sus pulmones estaban petrificados, como el resto de su cuerpo. Se detuvo su respiración y sintió un escalofrío. La sombra se había quedado parada en medio de la acera, totalmente inmóvil, observando a la joven. Era difícil distinguir algo con tan poca luz, pero sin duda estaba allí. La oscuridad de su silueta negra de algún modo superaba la oscuridad del resto de la calle, era más profunda. Era imposible distinguir ojos, nariz, boca o cabello entre tanta oscuridad. Se erigía como una masa negra, mirando a la chica. Por un momento que pareció durar una eternidad, nadie se movió. La mujer susurró a la chica, para que la sombra no pudiera escuchar.

-Irá por ti.

La joven no podía alejar la mirada de la sombra, le era imposible reaccionar. La luz del poste parpadeaba cada vez más violentamente, amenazante. La mujer volvió a hablar, de nuevo en voz baja.

-Irá hasta tu cama. Si sabes lo que te conviene, no dejarás que llegue antes que tú. Ahora corre.

Justo después de esto, la única fuente de luz desapareció. El poste de luz se apagó de golpe. Se hizo evidente entonces que durante todo ese tiempo el poste había generado cierto zumbido mientras emitía luz, ya que al apagarse se acrecentó el silencio. Las pupilas de la chica se abrieron lentamente, acostumbrándose a la oscuridad. No obstante, durante todo ese tiempo jamás movió la mirada de donde la tenía puesta. Estaba allí frente a ella, en la acera opuesta, al otro lado de la calle. No estaba segura si estaba viendo realmente a la sombra o no -no veía nada-, pero la sentía. La chica estaba en una especie de trance, siendo un mero observador expectante, incapaz de actuar. No tuvo que esperar demasiado.

La sombra empezó a cruzar la calle.

La chica apenas tuvo tiempo para reaccionar. Salió de aquel letargo y empezó a correr en una dirección al azar, por ninguna razón en particular; corría por instinto. Le faltaba el aire, sus pisadas resonaban desesperadas en el suelo, haciendo eco a lo largo de toda la calle. Era consciente de que podía tropezar y caer en cualquier momento, pero prefería arriesgarse a eso que a dejarse alcanzar. No escuchaba más pisadas que las suyas, aunque no por eso se detuvo ni desaceleró el paso. La niña sentía a la sombra muy cerca de ella, a unos pasos de distancia. Cuando empezó a cruzar la calle, la sombra no se había movido particularmente rápido, sino como quien sabe que llegará a su objetivo tarde o temprano. Se movía con decisión terminante. La chica no se dejó engañar por esto, hasta donde sabía, la sombra bien podía romper a correr -¿tendrá piernas?- tras ella en cualquier momento. La chica daba zancadas largas, intentando poner la mayor distancia posible entre ella y la sombra. Empezaba a jadear, no estaba acostumbrada a correr. Nunca le había gustado correr. Durante las clases de educación física en la cancha externa de la escuela era una de las que se quedaba sentada en una esquina de la cancha sin participar en las actividades hablando con su mejor amiga Ana, so pena de ser regañadas una que otra vez por el profesor, cuando las descubría en sus ratos de vagancia. Tampoco es que las regañaran muy a menudo, el profesor siempre se ocupaba de hacer el papel de árbitro en los partidos de fútbol y baloncesto que organizaba con los chicos una vez a la semana, lo cual disfrutaba tanto o más que los mismos muchachos. De vez en cuando los chicos -y el resto de las chicas que sí participaban en la clase- también jugaban quemados, esas veces se debía estar muy pendiente de las bolas de baloncesto que volaban a través de la cancha cortando el aire, quién sabe cuál de ellas podría rebotar repentinamente en alguna pared y golpearla a ella o a Ana. Ana solía comparar a la cancha los días en que se jugaba quemados con un campo de batalla durante alguna guerra, y ellas dos eran soldados dispuestos a ponerse a cubierto y luchar de ser necesario hasta regresar a la base, que era el colegio. La cancha y el colegio estaban separados por una calle por la que pasaban todos los padres en la mañana dejando a sus hijos. El ruido de los vehículos que pasaban por la calle frente a la cancha hacía las veces de aviones enemigos que disparaban contra ellas durante las imitaciones de Ana como general de batallón. Cada vez que oían a uno pasar, se atrincheraban en alguna esquina. “¡Abajo la cabeza, soldado! ¿Acaso quieres acabar con un agujero entre los ojos? ¡Agáchate, agáchate!”, y así se agachaban las dos entre risas.

Pero todo aquello se le hacía tan lejano ahora.

Nada de lo que sucedía tenía ningún sentido, todo aquello no debía ser más que una pesadilla. En aquel preciso instante debía estar durmiendo en su cama, sólo tenía que regresar a la realidad, despertar, y todo estaría bien. Suspiraría de alivio, se desperezaría, se sentaría en la cama, pensaría en lo ridículo que fue todo y se levantaría para ir a la cocina a tomar un vaso de agua. Tal vez luego, si se sentía con ánimos, le contaría el sueño a Ana durante el receso del desayuno sólo para oír lo tonto que sonaría al decirlo en voz alta, y para escuchar a su amiga restarle importancia a todo el asunto y luego cambiar de tema como si nada.

No era más que un estúpido sueño, no había nada que temer. ¿Entonces por qué seguía corriendo? No llegaba a ningún lado, no podía ver nada, y la chica estaba casi segura de que, de seguir corriendo, no haría sino agotarse aún más de lo que ya estaba. La joven decidió terminar con todo aquel infantil teatro, no sin antes realizar un último esfuerzo por llegar a su cama. Empezó a sentir una punzada en un costado, probablemente producto del esfuerzo que le generaba correr. Decidió contar hasta diez para darse a sí misma una última oportunidad de llegar, si es que realmente había algún lugar a donde llegar. Luego se detendría y descansaría. Respiró profundo y continuó su carrera, que se había reducido a un trote lastimero lleno de jadeos.

Uno.

No recordaba haber tenido pesadillas tan vívidas como esa desde hacía mucho tiempo. Tampoco es como que durmiera lo suficiente para tener muchos sueños. Era una noctámbula por naturaleza. Desde que estaba sin su madre dormía cada vez menos, la verdad. No es que su fuera culpa de su padre, en absoluto, su padre era un papá excelente. Desde la muerte de la madre, el padre de la niña consiguió dos trabajos, para mantener a la niña y su hermano mayor. El padre de la niña trabajaba todo el día, doble turno. Aún si no siempre podía comprar todas las pastillas, hacía siempre lo mejor que podía, y su hija lo amaba por eso.

Dos.

¿Acaso era normal pensar en cosas de la vida real dentro de un sueño? Con respecto a lo opuesto, obviamente sí, sucedía todo el tiempo. Pero había algo extraño en eso, pensar en la vida real mientras se está soñando. Le confería al sueño dimensiones más reales de las que debería tener. Era como si… Como si estuviera atrapada dentro del sueño.

Tres.

¿Por qué le había preguntado eso a la mujer gorda? De todas las preguntas que podía hacerle, ¿por qué esa? La chica intentó recordar lo que había pasado antes de preguntarle a la mujer si estaba muerta, pero su mente estaba en blanco. Tal vez allí había empezado la pesadilla, o tal vez había pasado de un sueño a otro y por esa razón no recordaba lo que había pasado.

Cuatro.

Allí estaba la chica, corriendo de nuevo, quedándose sin aliento otra vez.

Esto ya había pasado antes.

Tonterías. Nada de eso había pasado. Era la primera vez que veía ese sitio, la primera vez que huía de la sombra. Nunca antes en su vida había tenido ese bizarramente extraño sueño. La primera vez-

Mamá había corrido así antes.

Sus pensamientos empezaban a desvariar, sin dirección alguna. La chica no tenía idea de lo que pasaba por su cabeza. Era todo una gran masa de recuerdos inconexos que-

Ya había contado hasta diez antes.

La chica se detuvo en seco.

Y recordó.

Había sido en el parque, dos años atrás. Cumplía 6 años y sus padres le habían hecho una fiesta al aire libre en el parque. Habían llevado refrescos, chucherías para todos los otros niños y una torta decorada de color morado, su color favorito. Le habían comprado una piñata en forma de estrella de cinco puntas. Varios niños se peleaban por golpear la piñata primero, pero su padre declaró que el primer turno estaba apartado para la cumpleañera, a quien le vendaron los ojos, le dieron un palo de madera, y le empezaron a dar vueltas para que fuera más difícil atinarle a la piñata. Al darle vueltas, su padre había empezado a contar hasta diez, mientras ella contaba al unísono con él. Algunos niños seguían refunfuñando por no poder golpear primero la piñata, aseverando que eran mucho más fuertes que la cumpleañera. Esto le causaba gracia a la niña, quien reía mientras daba vueltas y vueltas. Cuando la cuenta iba por el número cuatro, la chica se retorció y convulsionó de forma errática, cayendo al suelo. Todos los adultos en la fiesta se apresuraron a acercarse a ella para asegurarse de que estuviera bien mientras que todos los niños se alejaban asustados, algunos gritaron y otros empezaron a llorar. Le habían quitado la venda, pero ahora sus ojos estaban en blanco y seguía sin ver nada. La chica aún recordaba sentir a su madre cargándola en sus brazos, aterrada. Esos episodios no eran algo nuevo para su madre, la chica lo había heredado de ella. Recordó oírla decirle que todo estaría bien y que la llevaría al doctor. Luego, nada.

Aquello había sucedido años atrás, la chica no comprendía qué tenía que ver aquel recuerdo con todo esto. No había sufrido otro episodio así desde entonces, no desde que el médico le dio esas pastillas. Muchas cosas habían pasado desde entonces. Su madre había muerto, ahora eran sólo ella y su padre, quien trabajaba todo el día. Se habían mudado a una ciudad aburrida y sin parques. Ni siquiera había conocido a Ana cuando convulsionó por primera vez.

Ana.

¿Por primera vez? No había habido una segunda vez, nunca la hubo. Ese fue un episodio único, no se repitió. La niña se sentía desorientada, tenía miedo de recordar. La punzada seguía aguijoneándola sigilosamente, haciéndose presente en cada respiración. Se dio la vuelta, sin saber qué buscaba, y vio una sola cosa, muy a la distancia. Un punto rojo brillante se distinguía a lo lejos, casi imperceptible: era el cigarrillo encendido de la mujer, que seguía fumando en la oscuridad. Allá estaba, seguramente viendo a la chica a lo lejos ser perseguida. Según lo que le dijo la mujer a la chica, la sombra no iba tras ella, sino que iba a ir hasta su cama. No iba tras la chica que estaba ahí, sino tras la chica que estaba allá.

¿Estoy muerta?

Por supuesto que no, no digas tonterías.

Al menos no todavía.

La niña seguía sin entender, pero alguna parte de su cerebro comprendió entonces que era de suma importancia llegar lo más rápido posible, bajo cualquier costo. El punto rojo del cigarrillo de la mujer desapareció. La chica nunca lo vio caer al suelo, como es normal ver cuando alguien se acaba un cigarrillo. Allí fue cuando cayó en cuenta que no se había apagado realmente, sino que algo se había interpuesto entre ella y el punto rojo. La joven no se detuvo a pensar en qué podría haber eclipsado el cigarrillo encendido.  Se dio la vuelta y siguió corriendo.

Mientras corría, intentaba recordar, comprender, pero la punzada en un costado le escocía y le dificultaba pensar. Le dolía demasiado como para pensar en otra cosa.

No es una punzada.

Claro que lo era, tenía que serlo. Cada vez que corría, ella… Cada vez que corría…

Abajo la cabeza, soldado.

Ana. ¿Qué tenía que ver Ana con todo eso?  Ella solía decir eso cuando pretendía comandar un batallón militar, cada vez que los chicos jugaban quemados. Los vehículos que pasaban eran aviones enemigos, y…

Entonces la chica recordó su segundo episodio.

Toda la clase jugaba quemados, excepto ella y Ana, que jugaban a los militares. El de aquel día era un partido especialmente agitado; los chicos se estaban preparando para un torneo contra un colegio vecino. Las bolas cruzaban la cancha, veloces y certeras, mientras Ana y su mejor amiga correteaban y se atrincheraban protegiéndose de los proyectiles naranjas y dando órdenes de ponerse a cubierto. Una bola cruzó el espacio entre la chica y Ana haciendo un zumbido para luego rebotar varias veces y salir de la cancha -el campo de batalla- en dirección al colegio -la base-, pasando por encima de la cerca de la cancha. Ambas se quedaron perplejas por un segundo. Tras esto, Ana regresó a su papel de general y dio una orden a su amiga.

-¡No pierdas tiempo, soldado! ¡Esa munición nos será muy valiosa! ¡Vamos, vamos, ve por el proyectil!

La niña, emocionada, no perdió tiempo y fue en busca del proyectil caído. Ciertamente les sería muy útil, perfecto para atacar al batallón enemigo. Se deslizó con sigilo fuera de la cancha, sin que el profesor reparase en ella, y se aventuró a las afueras del campo de batalla; para protegerse de las bombas se cubría la cabeza. Corría en zigzag para no ser alcanzada por los francotiradores enemigos, y avistó con mucha facilidad el tan preciado proyectil caído. Estaba frente a ella, en la acera opuesta, al otro lado de la calle.

-Objetivo a la vista, repito, objetivo a la vista -dijo la chica, transmitiendo la información a través de su radio portátil imaginaria-.El proyectil está frente a la base, parece estar desactivado, pero seré cuidadosa. No conozco muy bien cómo funciona esta maquinaria.

La chica empezó a cruzar la calle.

No se movía particularmente rápido, sino como quien sabe que tarde o temprano llegará a su objetivo. Se movía con decisión terminante, no podía ser descuidada por ningún motivo, era escrupulosa de no detonar el peligroso proyectil al otro lado de la calle, podrían explotar en mil pedazos todos sus amigos.

Escuchó un avión enemigo acercándose.

Abajo la cabeza, soldado.

Las palabras de su general resonaron en la memoria de la chica. Debía protegerse del fuego enemigo. El avión se escuchaba cada vez más cerca, y un soldado debe hacer lo que su general le indica.

¡Agáchate, agáchate!

Al cruzar la calle con la cabeza gacha, los ojos de la niña se tornaron blancos. Perdió el conocimiento, a punto de empezar a convulsionar en el piso.

Se detuvo en el medio de la calle.

El vehículo no lo hizo.

Finalmente la chica lo comprendió. Comprendió lo que estaba pasando. La chica retomó fuerzas y corrió, a pesar del dolor por la herida del accidente a un costado. No podía dejar que aquella sombra llegara a su cuerpo antes que ella, no debía permitirlo. Sus pasos hacían eco a su alrededor, corría a través de un largo e interminable pasillo. Tras ella, la sombra continuaba avanzando, insistente. La chica pudo ver a lo lejos de manera fugaz un par de puertas batientes, cuando algo la haló del cabello hacia atrás. La joven exhaló un grito de sorpresa y dolor a la vez, y cayó de bruces sobre su trasero. La sombra le pasó de largo, veloz. La chica se levantó sin demora y continuó corriendo, persiguiendo a la sombra. Ésta ganaba terreno cada vez más rápido. La niña estaba perdida. La sombra se alejaba, y muy pronto ella se vería completamente condenada a estar sumida por toda la eternidad en la oscuridad más endemoniada, sin ver luz nunca más.

Luz.

¡El encendedor! ¡Aún lo tenía en la mano! La chica levantó rápidamente la tapa del artefacto, produciendo una pequeña llama cuya luz se esparció velozmente por todo el estrecho pasillo. No tenía idea si funcionaría, actuaba por mero instinto. El efecto fue inmediato. Apenas la luz hizo contacto con la sombra, la hizo desaparecer sin dejar rastro. La chica, quien en ningún momento dejó de correr, pasó de largo el punto donde la sombra se había deshecho, y continuó hasta las puertas, que no se hallaban ya muy lejos. Al llegar, las abrió de un empujón. A lo lejos, el poste de luz se encendió de nuevo, y la mujer gorda sonrió.

En una habitación de hospital, un monitor cardíaco conectado a una joven paciente mostró señales de pulso.

 

Víctor Valderrama
Ganador de la mención honorífica del Concurso Epifanías (2017).